Carl Sagan: Una Historia Personal

            



            Nada por más que me esfuerce podrá llegar a igualar el sentimiento, el coraje y la garra con la que en su día Sagan transmitía un mensaje hasta entonces velado al mundo, somos, esencialmente, Universo.
            Las sensaciones que te llegaban a través de la pequeña pantalla eran realmente únicas, aquel hombre conservaba algo, algo de los niños que una vez tuvimos, su ilusión por saber, por conocer los misterios que envolvían al Cosmos.
 Así era Carl Sagan, un hombre único como pocos, podías estar más o menos de acuerdo en su manera de contar, de hilvanar las historias que daban origen a su Viaje Personal, pero, estarán de acuerdo conmigo, que había algo en él que lo hacían especial, pues, sin lugar a dudas lo que él contaba, no lo hacía por trabajo, ni siquiera por disfrute personal, solamente por la incansable necesidad de conocer más, de maravillarse en cada paso, en cada pulso, en cada respiro ante la naturaleza que se hallaba desatada a su alrededor.
            Con el paso del tiempo, de las horas, una vez ves su fantástica obra empiezas a saborear la magnitud alcanzada por este simple hombre, por este simple mortal, que, a pesar de lo que algunos crean, siempre y únicamente creyó en una sola cosa, en el Cosmos que nos envuelve.
            Es curioso como en un Universo donde parece imperar el Caos, él nos mostrara el orden profundo que tiene las cosas. Podía partir de la mínima expresión de la materia para mostrar, tras una serie de reflexiones a cual más sorprendente, como influía esta en el macrouniverso que nos rodea.


            Sagan realizó un trabajo, que, cerca de cumplir los 35 años, aún impresiona. Admirador de figuras como Hipatia de Alejandría, Johannes Kepler, Da Vinci, Demócrito, Einstein… Siempre se lamentaba y se preguntaba como habría sido el mundo si Platón, y pitagóricos, en su día, no hubiera encubierto los avances que realizaron Demócrito y otros jónicos, o, ¿qué hubiera sucedido si la gran biblioteca de Alejandría jamás se hubiera destruido? Cuanto perdimos, y quizás cuanto ganamos, pues, como él mismo reconocía no somos más que parte del azar. Todo cuanto conocemos, todo cuanto somos podría haber cambiado con que cualquier variable en el pasado hubiera cambiado.
            No puedo dejar de pensar en las sabias palabras que realizaba cuando presentaba la evolución biológica que había acontecido en nuestro planeta, como unas ramas iban dando lugar a otras, y estas a otras, hasta dar lugar a las que hoy vemos, ¿quién iba a pensar que los reyes de nuestro planeta hace 65 millones de años iban a acabar extinguiéndose? La mecánica del Universo es extraña, misteriosa a la par que bella. Allí sentado junto a un robusto árbol, Sagan le daba dos palmadas, y lo presentaba como su hermano, a fin de cuentas todo y cada uno de los seres de nuestro planeta compartimos algo en común, nuestro ADN.



            ¿Pero, como llegó a ocurrir esto? Pues verán, todo comenzó con el “Gran Estallido”, como José María del Río, doblador al castellano de Sagan, hacía referencia al Big Bang. Todo cuanto vemos, todo cuanto sentimos tiene su origen en toda la materia condensada en algo más pequeño que una cabeza de alfiler, y, de pronto, nacimos, sí, nacimos. Las partículas más pequeñas irían dando lugar a los átomos, la materia, a los soles y galaxias, estas a su vez posiblemente a vidas en otros planetas, que desaparecerían en el océano cósmico tras la muerte de su estrella, para reciclarse y, una vez más volver a la vida. La evolución en definitiva era eso mismo, muerte y vida, ensayo y error de la materia para poder reinventarse, pulirse y dar lugar a lo que somos hoy, seres con consciencia, materia viva. Somos, en definitiva, polvos de estrella.
            Cuanto hubiera dado Sagan por vivir nuestros tiempos, cuanto hubiera dado yo y tantos otros para que nos relatara su sentir sobre los nuevos descubrimientos… Sagan era ante todo un visionario y naturalista como demuestran todos y cada uno de sus documentales. Ya por los años 70, él aseguraba de la existencia de otros Sistemas planetarios fuera del nuestro, ayudó a la NASA en varios de sus proyectos, a Kubrick a desarrollar una de las películas más trascendentales que han podido ser observadas por la humanidad, y, ante todo, nos ayudó a todos los demás a comprender algo mejor quienes somos y de donde venimos, nos señaló el futuro que estaría por venir.
            Sin lugar a dudas amaba a la naturaleza, y todo lo que conlleva. Defensor a ultranza del uso de energía más eficientes y ecológicas fue arrestado en un par de ocasiones en manifestaciones en contra del uso de la Energía Nuclear. Sagan, era un hombre muy preocupado por nuestro futuro, el reflejo que él veía en la estrellas daban a pensar que si no habíamos hallado signo de vida inteligente en el espacio era únicamente porque esas inteligencias se habrían inmolado, autodestruido, y que, de no enmendar nuestros errores, caminaríamos por el mismo camino que una vez recorrieron nuestros parientes reptilianos hace ya millones de años, los Dinosaurios.

            Cuanto hemos perdido sin él estos 17 años.


            El 20 de Diciembre de 2006, su hijo, Nick Sagan escribía esto sobre su padre en un artículo:

Cuando curioseo por la blogosfera, encuentro muchos recuerdos maravillosos sobre mi padre. He pasado todo el día leyendo lo que él significaba para la gente, la manera en que les inspiró para aprender sobre ciencia y sobre el pensamiento crítico o cómo les indujo a un viaje de descubrimiento del Universo. Es enormemente emotivo, y siempre estaré agradecido por ello. Para esta entrada de mi blog no hablaré sobre sus muchos éxitos científicos o sobre todo lo bueno que hizo por este mundo –hay otras personas que hablan de ello más elocuentemente de lo que yo jamás podría hacer-. En vez de eso, voy a compartir recuerdos de mi padre con vosotros. Él significó muchas cosas para mucha gente, pero también fue mi padre y quiero que conozcáis al hombre que yo conocí.


Tenía gran destreza con el pinball, teniendo en cuenta lo difícil que es golpear la máquina sin hacer falta.

Íbamos a las máquinas recreativas juntos y ganaba partidas extra como un loco. Los videojuegos nunca fueron su pasión, aunque era capaz de apreciar los realmente buenos. Recuerdo el día en el que le enseñé el “Computer Baseball”, un juego de estrategia para el Apple IIe. Podías enfrentar a algunos de los mejores equipos de la historia de la liga de Baseball contra otros. Jugamos con los Yankees de Babe Ruth de 1927 contra los Dodgers de Jackie Robinson de 1955 durante aproximadamente una hora hasta que se volvió hacia mí y dijo: “No vuelvas a enseñarme este juego otra vez. Me gusta demasiado y no quisiera perder el tiempo”.




A menudo era invitado a hablar en algún evento, y recuerdo sentarme junto a él y verle ordenar sus pensamientos en momentos de tranquilidad antes de salir a escena.  

Tomaba pequeñas notas en una tarjeta. Solo una o dos palabras sobre cada tema que quería tratar. Armado con esas notas, salía a escena y cautivaba a la audiencia. Nunca un momento aburrido, nunca un momento en el que estuviese fuera de lugar o perdiese el hilo de lo que decía. Como niño, a veces pensaba en él como un traductor o un descifrador de códigos. ¿Cómo podía transformar meros fragmentos en esas impresionantes e inspiradoras ideas?

Nunca salía sin un dictáfono. 

Tengo claros recuerdos de esas pequeñas grabadoras de cassette negras con su botones de grabación rojo brillante. Podíamos estar caminando, o charlando y tenía una idea. Se disculpaba levantando su dedo índice y pedía un minuto, cogía el dictáfono y explicaba su idea. Hoy día, yo soy un escritor y también uso dictáfono. Cuando lo hago, las palabras me aparecen tal como: “OK, para el libro, pienso que realmente sería bueno si esto y esto hacen esto en lugar de lo otro…” y más tarde aplico esa idea en lo que estoy escribiendo. Por el contrario, recuerdo a mi padre hablando en largos, fluidos y perfectos párrafos. Tal como lo decía es como aparecería en el libro. A veces tenía una idea, grababa un párrafo o dos para un libro y al final terminaba con una idea para otro proyecto aparte, por lo cual tenía que hacerse con otro dictáfono, y así sucesivamente.


Seguramente sepas que era genial debatiendo

Podía rebatir los argumentos de 
William F. Buckley (Carl Sagan tuvo un acalorado debate con Buckley en TV después de que se emitiera la película “El día después”. Sagan razonaba en contra de la carrera armamentística y Buckley defendía la disuasión nuclear. Durante ese debate, Sagan habló del concepto de invierno nuclear e hizo su famosa analogía equiparando la carrera armamentística a “dos declarados enemigos hundidos hasta la cintura en un barril de gasolina, uno con tres cerillas y el otro con cinco”), y desde niño me había dado cuenta de que mis argumentos sobre “por qué deberías comprarme una bici de cross bien chévere (cool)” no eran ni remotamente parecidos a los de Buckley. Pero siempre me escuchaba. Siempre me dio la oportunidad de crear puntos de vista válidos. Y al final me encontré dando pedaladas alrededor de Ithaca.




Me ayudaba intensamente. 

 Incluso en momentos en los que le preocupé –dejando la universidad, por ejemplo– su confianza en mí nunca disminuyó. Le recuerdo siempre cuidando de mí. Al mismo tiempo, era cuidadoso en no ayudarme demasiado. No quería que me echase a perder, y quería asegurarse de que yo fuese capaz de conseguir mis metas por mí mismo sin el más mínimo ápice de nepotismo. Cuando miro hacia atrás, siento una gran admiración por cómo lo hizo.


Tenía auténtico interés en las personas

Oigo muchas conversaciones en las que alguien pregunta sobre otra persona, pero lo hace por pura cortesía: no le interesa realmente la respuesta. Mi padre nunca fue así. Siempre quería saber cómo eran las cosas para su interlocutor. En Manhattan, cogíamos un taxi, y el conductor podía reconocerle, o quizás no, pero mi padre empezaba una conversación y terminaban en interesantes discusiones sobre el curso de las vidas humanas. El conductor podía hablar explayadamente sobre cualquier lugar del mundo, y Papá sabía un montón de cosas sobre lo que ocurría allá. Recuerdo el pensar que sabía más sobre Ghana que cualquier americano sobre América. Y lo que no sabía, quería averiguarlo.

Recuerdo discutir con él sobre Los Simpson y Beavis and Butthead. 

Ambas series le causaron una mala impresión inicial. Le convencí de que diese otra oportunidad a Los Simpson, y acabó viendo de qué trataba todo ese alboroto. Terminó por disfrutar verdaderamente de la serie. No creo que lo hubiese logrado nunca con Beavis and Butthead. “No están hechos para ser modelos de comportamiento” decía yo protestando. “Es una crítica subversiva”. No, eso no lo convencía. Solo puedo imaginar lo que habría hecho al ver Family Guy o South Park. Volvimos al tema de la violencia en los medios. Yo argumentaba que las películas duras y algunas series de TV sólo eran un reflejo de nuestra sociedad, y que no contribuían a la violencia en la vida real. Él no estaba tan seguro de ello. Hablamos de este tema muchas veces. Una discrepancia espiritualmente buena, donde cada una de nuestras opiniones podía desarrollarse de acuerdo con lo que decía el otro. Añoro esos tiempos. Ahora que pienso en ello, es parte del motivo por el que disfruté tanto del cartel “¿Es el arte la inspiración para la locura?” de Worldcon. Tratando estos temas con Joe Haldeman o Tim Powers salen a relucir grandes recuerdos sobre mi padre.


Tenía una paciencia increíble. 

 Sus fans podían aparecer constantemente para hacerle preguntas, pedirle autógrafos o una foto con él. A veces podía ocurrir en un mal momento –si habíamos salido a cenar, disfrutando de una conversación– pero no recuerdo una sola vez tratando a alguien sin muestras de respeto. De niño, él tenía una gran pasión por la ciencia –quería saber por qué las cosas eran como eran– y mantuvo esa pasión durante el resto de su vida. Esto le hizo plenamente comprensivo con cualquiera interesado en aprender. Les hacía espíritus hermanados, y quería compartir todas las maravillas y alegrías que del Cosmos pudo entender.

Nos encantaba el baloncesto.

Veíamos partidos de la NBA siempre que podíamos, preguntándonos si ese sería el año en el que Patrick Ewing llevaría a los Knicks a ganar el campeonato. Y la respuesta siempre fue No. Me hablaba de los entrenadores y de cómo eran de jugadores en los años en los que yo ni siquiera había nacido. Cuando el equipo visitante tenía que tirar un tiro libre, los fans del equipo local hacían ruidos y ondeaban las toallas intentando distraerle, y eso nunca gustó a mi padre. Recuerdo decirle que eso animaba al equipo a sacar ventaja en el campo, pero él objetaba de base –no creía que eso fuese deportivo–. Es una postura muy decente. Y también recuerdo a mi madre enfadándose gradualmente, pues quería que me fuese a la cama y mi padre y yo estábamos viendo un partido. Él tenía que prometer que me iría a la cama al terminar el partido. Prórroga. Luego doble prórroga. Y luego otra prórroga más…. ¡Qué partido! (Celtics – Suns, Finales de la NBA 1976).

No le gustaba la película Alien.

Yo pensaba que era divertida, de miedo, catártica y él que era innecesariamente violenta y que, ¿por qué la mayoría de los extraterrestres tenían que ser retratados de esa manera negativa? Tenía sentimientos enfrentados con “La Guerra de las Galaxias”. Recuerdo que cuando la vimos,  hizo un sonido de exasperación cuando Han Solo se jactó de hacer el Kessel Run en menos de doce
parsecs. Le pregunté qué problema había, y explicó que el parsec es una unidad de distancia, no de tiempo. Le dije: “Papá, no es más que una película” y contestó: “Sí, pero podían intentar aplicar la ciencia correctamente”. Creo que tenía toda la razón. (¿Qué películas le gustaban? Era una fan de las películas épicas de David Lean tales como “Dr. Zhivago” y, especialmente, “Lawrence de Arabia”. Recuerdo cuánto le gustaba el momento en que Peter O´Toole sopla la cerilla y aparecemos de repente en el desierto de Nafud. Es un momento realmente bueno).

Hacía ruidos realmente curiosos

Su risa era explosiva y desinhibida. Era el tipo de risa que te hacía sentir bien sólo por hacerle reír. Sus estornudos eran atronadores. Y de vez en cuando hablaba a los animales en su lengua nativa. Las veces que vimos delfines, les saludaba con una razonable aproximación del idioma del delfín. De vez en cuando le respondían. No tengo ni idea de qué se estaban diciendo. Pero mi sonido favorito de todos era el que hacía cuando se acercaba a algo nuevo e interesante, alguna idea o posibilidad que le impresionase o alguna manera nueva de ver las cosas. Era una especie de “aaaah”. Uno de mis mejores momentos fue cuando estábamos viendo mi primer episodio de Star Trek “Attached” y al cabo de unos minutos hizo ese sonido, girándose hacia mí con una sonrisa cegadora y diciéndome: “¡Está muy bien!” Y así continuó durante toda la serie. Amaba totalmente lo que yo hacía. Esa sensación de auténtico disfrute aún está conmigo, un sentimiento de aprobación y respeto que atesoro como ninguna otra cosa.



Conducía un Porsche 914 naranja con la matrícula “PHOBOS”. 

 Nombre tomado de una de las lunas de Marte. Nunca le pregunté: “¿Por qué Phobos? ¿Por qué no la otra luna, Deimos?” como me hubiese gustado que fuese. De niño me fascinaba la mitología griega y conocía a Phobos como el semidiós del miedo. Es irónico, pues mi padre era la persona menos miedosa que he conocido. Aunque se preocupaba por el estado del mundo de vez en cuando, eso nunca le detuvo. Cuando hablábamos sobre cómo sería el mundo dentro de 25, 50 o quizás 100 años, decía que era consciente de que habría graves dificultades y retos por delante, pero también creía que todos estaríamos dispuestos a afrontar la tarea. Creía en el ingenio humano y en la compasión, en pensamientos a largo plazo y no a corto plazo, en poner nuestras numerosas diferencias a un lado. Creía en un mañana mejor. Creía en nosotros”.

En su última obra, Miles de Millones, el propio Carl hablaba de su inminente muerte de esta manera,

No hay células XY, células anfitrionas, células masculinas, células que promovieron la enfermedad original. Hay personas que sobreviven años incluso con un pequeño porcentaje de sus células anfitrionas. Aun así, sólo en un par de años estaré razonablemente seguro. Hasta entonces, sólo me resta la esperanza”.


Seattle, Washington
Ithaca, Nueva York
Octubre de 1996


Tras su muerte, su tercera esposa, Ann Druyan, escribiría el epílogo de dicho libro, durante su narración, nos ilustra el maravilloso ser humano que había detrás de aquel fabuloso orador:





“A comienzos de diciembre, se sentó a la mesa para cenar y observó, con un gesto de extrañeza, su plato favorito. No sentía apetito. En tiempos mejores, mi familia siempre se había enorgullecido de lo que llamábamos «wodar», un mecanismo interno que escruta incesantemente el horizonte a la búsqueda de los primeros indicios de un próximo desastre. Durante nuestros dos años en el valle de las sombras, el wodar había permanecido siempre en estado de alerta máxima. En esa montaña rusa de esperanzas que se desplomaban, se alzaban y volvían a caer, incluso la más leve alteración de un solo aspecto de la condición física de Carl hacía sonar todos los timbres de alarma.


Nuestras miradas se cruzaron fugazmente. De inmediato comencé a dar forma a una hipótesis benigna para explicar aquella súbita falta de apetito. Como de costumbre, razoné que no debía de guardar ninguna relación con la enfermedad, que sólo debía de tratarse de un desinterés pasajero por la comida en el que una persona sana jamás repararía. Carl consiguió esbozar una sonrisa y dijo: «Quizá.» Sin embargo, a partir de aquel momento tuvo que obligarse a comer y sus fuerzas menguaron visiblemente. Pese a todo, insistió en cumplir un compromiso contraído hacía ya tiempo y pronunciar aquella misma semana dos conferencias en el área de la bahía de San Francisco. Cuando regresó a nuestro hotel tras la segunda charla estaba exhausto. Llamamos a Seattle.

Los médicos nos apremiaron a volver de inmediato al Hutch. Me aterraba tener que decir a Sasha y a Sam que no regresaríamos a casa al día siguiente, como les habíamos prometido; que en lugar de ello haríamos un cuarto viaje a Seattle, lugar que se había convertido para nosotros en sinónimo de horror. Los chicos se quedaron de una pieza. ¿Cómo disipar convincentemente sus temores de que aquello podía acabar, al igual que en las tres ocasiones anteriores, en otra estancia de seis meses lejos de casa o, según sospechó Sasha, en algo mucho peor? Una vez más recurrí a mi mantra estimulante: «Papá quiere vivir. Es el hombre más aliente y fuerte que conozco. Los médicos son los mejores que hay en el mundo...» Sí, tendríamos que postergar la Hanuca, pero en cuanto papá se restableciera...

Al día siguiente, en Seattle, una radiografía reveló que Carl padecía una neumonía de causa desconocida. Los repetidos análisis no lograron determinar si su origen era bacteriano, viral o fúngico. La inflamación de sus pulmones constituía tal vez una reacción tardía a la dosis letal e radiaciones que había recibido seis meses antes como preparación para el último trasplante de médula ósea. Unas grandes dosis de esteroides sólo consiguieron aumentar sus sufrimientos y no hicieron ningún bien a sus pulmones. Los médicos empezaron a prepararme para lo peor. A partir de entonces, cuando iba por los pasillos del hospital encontraba en los rostros familiares del personal expresiones harto diferentes. Me esquivaban y rehuían mi mirada. Era preciso que viniesen los chicos. Cuando Carl vio a Sasha, pareció operarse en su condición un cambio milagroso. «Bella, bella Sasha —exclamó—. No sólo eres bella, sino también maravillosa.» Le dijo que si conseguía sobrevivir sería en parte por la fuerza que le brindaba su presencia. Durante unas cuantas horas los monitores del hospital registraron lo que parecía un cambio completo. Mis esperanzas aumentaron, pero en el fondo no podía dejar de advertir que los médicos no compartían mi entusiasmo. Vieron aquella momentánea recuperación como lo que era, «veranillo de otoño», la breve pausa del organismo antes de su pugna final.

—Esto es un velatorio —me dijo serenamente Carl—. Voy a morir.
—No —protesté—. Lo superarás como ya hiciste antes, cuando parecía que no quedaban esperanzas.

Se volvió hacia mí con el mismo gesto que yo había contemplado incontables veces en las discusiones y escaramuzas de nuestros 20 años de escribir juntos y de amor apasionado. Con una mezcla de buen humor y escepticismo, pero, como siempre, sin vestigio de autocompasión, repuso escuetamente:

—Bueno, veremos quién tiene razón ahora.

Sam, de cinco años ya, fue a ver a su padre por última vez. Aunque Carl luchaba por respirar y le costaba hablar, consiguió sobreponerse para no asustar al menor de sus hijos.



—Te quiero, Sam —fue todo lo que logró musitar.

—Yo también te quiero, papá —dijo Sam con tono solemne.

Desmintiendo las fantasías de los integristas, no hubo conversión en el lecho de muerte, ni en el último minuto se refugió en la visión consoladora de un cielo o de otra vida. Para Carl, sólo importaba lo cierto, no aquello que sólo sirviera para sentirnos mejor. Incluso en el momento en que puede perdonarse a cualquiera que se aparte de la realidad de la situación, Carl se mostró firme. Cuando nos miramos fijamente a los ojos, fue con la convicción compartida de que nuestra maravillosa vida en común acababa para siempre.

Todo comenzó en 1974, en una cena que ofrecía Nora Ephron en Nueva York. Recuerdo lo guapo que me pareció Carl, con su deslumbrante sonrisa y la camisa remangada. Hablamos de béisbol y de capitalismo, y me asombró hacerle reír de tan buena gana. Pero Carl estaba casado y yo prometida a otro hombre. Los cuatro empezamos a salir, intimamos y pronto empezamos a trabajar juntos. En las ocasiones en que Carl y yo nos quedábamos solos, la atmósfera era eufórica y electrizante, pero ninguno de los dos reveló un atisbo de sus verdaderos sentimientos. Habría sido impensable.

A comienzos de la primavera de 1977, la NASA invitó a Carl a crear una comisión para seleccionar el contenido del disco que llevaría cada uno de los vehículos espaciales Voyager 1 y 2. Tras un ambicioso reconocimiento de los planetas exteriores y de sus satélites, la gravitación expulsaría del sistema solar las dos naves. Se presentaba, pues, la oportunidad de enviar un mensaje a posibles seres de otros mundos y épocas. Podría ser algo mucho más complejo que la placa que Carl, su esposa Linda Salzman y el astrónomo Frank Drake habían incluido en el Pioneer 10. Aquello fue un primer paso, pero se trataba esencialmente de una placa de matrícula. En el disco de los Voyager figurarían saludos en 60 lenguas humanas, el canto de una ballena, un ensayo sonoro sobre la evolución, 116 fotografías de la vida en la Tierra y 90 minutos de música de una maravillosa diversidad de culturas terrestres. Los técnicos calcularon que aquellos discos de oro podrían durar 1.000 millones de años.

¿Cuánto es un millar de millones de años? Dentro de 1.000 millones de años los continentes de la Tierra habrán cambiado tanto que no reconoceríamos la superficie de nuestro propio planeta. Hace 1.000 millones de años las formas más complejas de la vida en la Tierra eran bacterias. En plena carrera armamentística, nuestro futuro, incluso a corto plazo, parecía una perspectiva dudosa. Quienes tuvimos el privilegio de crear el mensaje de los Voyager obramos con la sensación de realizar una misión sagrada. Resultaba concebible que, al estilo de Noé, estuviésemos construyendo el arca de la cultura humana, el único artefacto que sobreviviría en un futuro inimaginablemente remoto.

Durante mi ardua búsqueda del más valioso fragmento de música china, telefoneé a Carl y le dejé un mensaje en su hotel de Tucson, adonde había acudido para pronunciar una conferencia. Una hora más tarde sonó el teléfono en mi apartamento de Manhattan. Descolgué y oí su voz:

—Acabo de volver a mi habitación y he encontrado un mensaje que decía «Llamó Annie»; entonces me pregunté: «¿Por qué no habrá dejado ese mensaje hace diez años?»
—Pensaba hablarte de eso, Carl —respondí con tono de broma. Y luego más seria añadí—: ¿Para siempre?
—Sí, para siempre —respondió con ternura—. ¿Quieres casarte conmigo?
—Sí —contesté.

En aquel momento experimentamos lo que debe de sentirse al descubrir una nueva ley de la naturaleza. Era un eureka, el momento de la revelación de una gran verdad, que confirmarían incontables pruebas a lo largo de los 20 años siguientes. Sin embargo, suponía también asumir una responsabilidad ilimitada. ¿Cómo podría volver a sentirme bien fuera de ese mundo maravilloso una vez que lo había conocido? Era el 1 de junio, la fiesta de nuestro amor. Luego, cuando uno de los dos se mostraba poco razonable con el otro, la invocación del 1 de junio solía hacer entrar en razón a la parte ofensora.

Antes, en otra ocasión, había preguntado a Carl si uno de esos supuestos extraterrestres de dentro de 1.000 millones de años sería capaz de interpretar las ondas cerebrales del pensamiento de alguien. «¡Quién sabe! Mil millones de años es mucho, muchísimo tiempo. ¿Por qué no intentarlo, suponiendo que será posible?», fue su respuesta.

Dos días después de aquella llamada telefónica que cambió nuestras vidas, fui a un laboratorio del hospital Bellevue, de Nueva York, y me conectaron a un ordenador que convertía en sonidos todos los datos de mi cerebro y de mi corazón. Durante una hora había repasado la información que deseaba transmitir. Empecé pensando en la historia de la Tierra y de la vida que alberga. Del mejor modo que pude intenté reflexionar sobre la historia de las ideas y de la organización social humana. Pensé en la situación en que se encontraba nuestra civilización y en la violencia la pobreza que convierten este planeta en un infierno para tantos de sus habitantes. Hacia el final me permití una manifestación personal sobre lo que significaba enamorarse.

Carl tenía mucha fiebre. Seguí besándolo y frotando mi cara contra su ardiente mejilla sin afeitar. El calor de su piel era extrañamente tranquilizador. Quería que su vibrante ser físico se convirtiera en un recuerdo sensorial grabado en mí de manera indeleble. Me debatía entre el afán de animarlo a luchar y el deseo de verlo libre de la tortura de todos los aparatos que lo mantenían con vida y del demonio que llevaba dos años atormentándolo.

Llamé por teléfono a Cari, su hermana, que tanto de sí misma había dado para evitar ese desenlace, a sus hijos mayores, Dorion, Jeremy y Nicholas, y a su nieto Tonio. Unas semanas antes, todos los miembros de la familia habíamos celebrado juntos el Día de Acción de Gracias en nuestra casa de Ithaca. Por decisión unánime fue el mejor Día de Acción de Gracias que jamás conocimos. Nos separamos encantados. En aquella reunión reinó entre nosotros una autenticidad y una intimidad que nos brindaron un sentido mayor de nuestra unidad. Luego coloqué el auricular cerca del oído de Carl para que pudiese escuchar, una tras otra, las despedidas de todos.

Nuestra amiga la escritora y productora Lynda Obst se apresuró a venir de Los Ángeles para estar con nosotros. Lynda se hallaba en casa de Nora aquella noche maravillosa en que Carl y yo nos conocimos. Había sido testigo, más que cualquier otra persona, de nuestras colaboraciones tanto personales como profesionales. Como productora original de la película Contacto, trabajó en estrecha colaboración con nosotros durante los 16 años que costó hacer realidad aquel empeño.

Lynda había observado que la perpetua incandescencia de nuestro amor ejercía una especie de tiranía sobre aquellos de nuestro entorno que no tuvieron tanta fortuna en la búsqueda de un alma gemela; pero en vez de molestarle nuestra relación, a Lynda le entusiasmaba tanto como a un matemático un teorema de existencia, algo que demostrase que una cosa era posible. Solía llamarme Miss Hechizo. Carl y yo disfrutábamos intensamente de los ratos que pasábamos con ella, entre risas, hablando hasta bien entrada la noche de ciencia, filosofía, chismes, cultura popular, de todo. Esa mujer que había ascendido con nosotros, que me acompañó el día deslumbrante en que elegí mi vestido de novia, estuvo a nuestro lado cuando nos dijimos adiós para siempre.

Durante días y noches, Sasha y yo nos habíamos relevado junto a Carl, murmurándole palabras reconfortantes al oído. Sasha le expresó cuánto le quería y todo lo que haría en su vida para enaltecerlo. «Un hombre magnífico, una vida maravillosa —le dije una y otra vez—. Bien hecho. Te dejo partir con orgullo y alegría por nuestro amor. Sin miedo. Primero de junio. Uno de junio. Para siempre...»

Mientras realizo en pruebas de imprenta los cambios que Carl temía que fuesen necesarios, su hijo Jeremy está en el piso de arriba, dando a Sam su lección nocturna con el ordenador. Sasha se halla en su habitación, dedicada a sus tareas escolares. Las naves Voyager, con sus revelaciones sobre un minúsculo mundo favorecido por la música y el amor, se encuentran más allá de los planetas exteriores, rumbo al mar abierto del espacio interestelar. Vuelan a 65.000 kilómetros por hora hacia las estrellas y un destino que sólo podemos soñar. Estoy rodeada de cajas llenas de cartas procedentes de todo el planeta. Son de personas que lloran la pérdida de Carl. Muchas le atribuyen su inspiración. Algunas afirman que el ejemplo de Carl las indujo a trabajar por la ciencia y la razón contra las fuerzas de la superstición y el integrismo. Esos pensamientos me consuelan y alivian mi angustia. Me permiten sentir, sin recurrir a lo sobrenatural, que Carl aún vive”. 


Ann Druyan 14 de febrero de 1997
Ithaca, Nueva York


          Hoy me doy cuenta, de cuan terrible pérdida hemos sufrido nosotros, seres humanos, durante estos casi 17 años, sin la labor incansable de Sagan.




¿Qué es un grano de arena en un desierto? Y, ¿frente a una tormenta? ¿Qué significa, que es, nuestro pálido punto azul en el océano cósmico?....








A Carl Sagan 9 de Noviembre de 1934


20 de Diciembre de 1996

Comentarios

  1. Espectacular esta entrada. La he leído en dos tandas la verdad pero ha merecido la pena. Enhorabuena porque te ha quedado fenomenal... a partir de ahora lo tendré muy en cuenta.

    ¡¡Un afectuoso saludo!!

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