Filovirus, Ébola: Orígenes

            Corría el año 1976 en la villa de Yambuku, donde nada hacía presagiar lo sucesos que acaecerían durante el trascurso de dicho año, y que a la postre cambiaría de algún modo el sino de la historia.
           

            El verano en esa región de Bunba en el Zaire, actual República Democrática del Congo, en África era sofocante. Los misioneros allí instalados se afanaban por ayudar a la comunidad de personas que por aquel entonces habitaban en dicho paraje. Uno de ellos, el profesor Mabalo Lokela, director de la Mission School en Yambuku iba a recorrer junto con seis de sus compañeros la región cercana de Mobaye-Bongo durante el periodo comprendido entre el 12 y 22 de Agosto. A su vuelta a la villa, según cuentan testimonios el profesor adquiere unas piezas de carne ahumada de antílope en un mercado, punto que sería determinante para el devenir no sólo de su propia vida, si no posiblemente de la especie humana. El 26 de Agosto Lokela se encuentra indispuesto y es atendido en un pequeño hospital regentado  por las hermanas belgas de Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Gravenwezel. Por los síntomas, el profesor es tratado como si tuviera paludismo, un parásito que se trasmite  a través de la picadura de mosquitos y cuyos síntomas son de fiebre, cefaleas y vómitos. No tardarían en percatarse de la delicada situación en la que se encontraban.
            Las monjas tratan al pobre profesor con cloroquitina un fármaco cuya administración es por vía oral y se usa como tratamiento y/o prevención de enfermedades como la malaria. Lokela, responde bien ante el tratamiento, y la fiebre remite y es enviado de nuevo a su casa. Pero lo peor estaba aún por llegar. El 1 de Septiembre los síntomas reaparecen con gran intensidad, alcanzando una fiebre de 39,2 ºC, acompañada de vómitos, diarrea, erupciones cutáneas y dolores musculares, abdominales y de garganta de gran intensidad.
            Por su parte, otros pacientes del hospital empiezan a mostrar síntomas parecidos a los del profesor. La precaria situación en la que trabajan las monjas, con solo una disponibilidad de cinco jeringuillas con sus respectivas agujas hace que para tratar la enfermedad, ahora, según pensaban ellas, fiebre amarilla, una enfermedad vírica hemorrágica, reutilicen una y otra vez las jeringuillas, paciente por paciente.
            El profesor, de 44 años, es nuevamente ingresado en esa tarde de principios de Septiembre. Durante los siguientes días se produciría sangrado por numerosas partes de su cuerpo llevando al individuo hasta la extenuación. Alguna de las monjas empiezarían a mostrar síntomas de esta enigmática enfermedad. El profesor perecería el 8 de Septiembre tras una larga agonía.
            Lokela, sería atendido por su esposa Mbunzu, y de acuerdo con la tradición, el cuerpo del fallecido sería lavado por ella misma y preparado para su entierro por su propia madre, su suegra y su cuñada. Todas, contraen la enfermedad, sólo sobrevivirían Mbunzu y su cuñada.
            El terror se desata en la región con cuantiosos casos donde la mayor parte de la población perecía en pocos días.
            Un médico de Bumba es trasladado de urgencia hacia la villa. Este, al ver la gravedad del brote pide de inmediato auxilio a la capital, Kinshasa.
            El 30 de Septiembre, una de las hermanas infectadas fallece. El hospital sería cerrado debido a que 11 de las 17 personas que conforman el personal sanitario habían contraído la enfermedad. Sin embargo, antes de este fatal desenlace, ya se había enviado una muestra de la sangre de una de las hermanas a diferentes laboratorios del mundo, uno americano, otro británico y finalmente a Bélgica.

            El piloto de la aerolínea belga Sabena llevaba consigo un brillante termo azul, y bajo el brazo portaba la carta que el médico de Kinshsa había destinado al pequeño laboratorio de Antwerp en Amberes, Bélgica. Como explicaba en la carta, el termo portaba sangre de una monja que había caído repentinamente enferma de una misteriosa enfermedad que se estaba engendrando en Yambuku, una remota aldea del Zaire. En ella se pedía encarecidamente el análisis de la misma en busca de la posible amenaza, la fiebre amarilla. Los científicos del pequeño laboratorio, inconscientes de los riesgos que corrían solo iban ataviados con batas blancas y guantes de látex. Abrieron el termo, y descubrieron al abrir el recipiente que la mayor parte del hielo que contenía se había derretido y que como consecuencia uno de los viales se había roto mezclando los restos de sangre con el agua derretida. Tras coger el tubo intacto, analizaron la sangre buscando los posibles patógenos que pudieran albergan según los métodos estándar de la época.
            El problema sobrevino cuando ninguna de las muestras dio positivo dentro de las enfermedades en las cuales buscaban, tales como: fiebre amarilla, dengue, fiebre tifoidea y Lassa. Para cuando esto se supo, ya era tarde para la monja que moría a miles de kilómetros de Bélgica, donde se realizaban los estudios. 
            Al laboratorio llegaba el eco lejano y desolador de nuevos contagios, y nuevas muestran llegaban desde Kinshasa. Debían aislar el virus de la sangre lo antes posible, pero, ¿cómo? Inyectarían la sangre infectada en células que crecían en cultivo (in vitro), y en los cerebros de ratones (in vivo). Pero el agente infeccioso seguía sin dar muestras de vida. Se empezó a especular que durante el traslado en avión el virus por causas desconocidas había sido destruido. Pero al cabo de los días, los ratones empezaron a morir uno a uno, demostrando lo letal que podía llegar a ser el virus, y la poca prudencia con la que los trabajadores habían manipulado la sangre. La Organización Mundial de la Salud consciente del peligro que corrían los empleados del laboratorio ordenó transportar las muestras a un laboratorio de alta seguridad en Inglaterra, sin embargo, el jefe del equipo, quiso continuar con la investigación a cualquier precio. Cabe mencionar, que en la década de los años 70  sólo existían tres laboratorios fuera de la antigua Unión Soviética con la tecnología adaptada para la manipulación de patógenos letales; Port Down, cerca de Londres, Fort Detrik, base militar en Maryland, y lo que en la actualidad es el Centers for Disease Control and Prevention (CDC), en Atlanta, también en Estados Unidos.
            La investigación prosiguió, pero, más tarde, al propio jefe del departamento, mientras manipulaba el frasco y debido a la tensión del momento, se le escurrió de entre las manos, haciéndose añicos en el suelo y salpicando las suelas de los zapatos de uno de sus compañeros. Rápidamente  se desinfectaron, y gracias a los gruesos zapatos de cuero, dicha persona posiblemente consiguió salvarse de un final atroz.

            ¿Qué narices es esto? Pensó el joven Piot al analizar las muestras de sangre de los ratones a través del microscopio óptico. Sin dudas no era fiebre amarilla, lo que veían sus ojos era un virus de un tamaño inusualmente grande y alargado, con forma de gusano. Rápidamente palideció, era algo que la imagen del microscopio le había recordado. Una década antes, en un laboratorio de Alemania, unos científicos habían jugado de manera macabra con la muerte, debido a un virus hasta ese entonces desconocido por todos, se llamó Marburg (para saber más, leer: Filovirus, Marburg: Orígenes).
            Tras el increíble hallazgo, sería el CDC en Atlanta quien verificara que ese virus no se trataba del temible Marburg, sino una nueva amenaza que acechaba a los seres humanos. Un nuevo tipo de filovirus había sido descubierto.



            Mientras que los científicos norteamericanos y sudafricanos se movilizaban para desplazarse al Zaire en busca del misterioso virus hemorrágico, el gobierno belga no era partidario de otorgar fondos para que sus científicos pudieran continuar sus pesquisas en la que había sido su antigua colonia. Finalmente por el empuje político de algunos sectores del gobierno y de los propios científicos de no perder una investigación que ellos mismos habían iniciado, asignaron una partida presupuestaria para el desarrollo de dicha labor.
            Peter Piot, aquel joven de sólo 27 años que había visto por primera vez a la nueva amenaza, no se lo pensó dos veces y se presentó como voluntario para la expedición que viajaría a Yambuku.

            “Tenía 27 años y me sentía un poco como mi héroe de la infancia, Tintín. Y tengo que admitir que estaba ofuscado por la oportunidad de descubrir algo totalmente novedoso”.

            El joven científico voló hasta Kinshasa, desde cuyo aeropuerto Ndolo, tomaría otro vuelo precario de tres horas hasta llegar a Bumba y desde allí, tomar una vía en medio de la selva que recorrerían durante más de 120 km en unas cuatro horas y media en carro para llegar a Yambuku, a mediados del mes de Octubre. Piot recuerda, que en el trayecto, hasta los pilotos tenían miedo, dejando incluso los motores encendidos mientras descargaban todo el material que les serviría para la investigación, para de este modo despegar con la mayor celeridad posible de tal localidad. 
            Al llegar, lo que vieron sus ojos era el mayor de los caos que jamás hubiera visto. Cientos de personas, se aquejaban del misterioso mal que les hacía tener fuertes dolores y hemorragias internas, que terminaban con la muerte de la gran mayoría de ellas. Era la hora de ser precavidos, usarían trajes protectores, guantes de goma y gafas para protegerse los ojos.
           
            El 15 de Octubre, otra de las enfermeras allí destinadas, Mayinga N´Seka, en misión católica, fallece, pese a haber sido tratada con suero obtenido de la sangre de una paciente que había logrado sobrevivir al temido mal de Marburg.

            El primer culpable de todo aquel desastre recayó como no, en las posible picadura de mosquitos, transmisor de muchas enfermedades como la malaria. No obstante, los científicos no tardarían en atar cabos. El virus, se había propagado, por desgracia, desde el hospital donde se atendió al paciente cero, el profesor Lokela. Las jeringuillas no esterilizadas, únicamente se limpiaban metiéndolas debajo de un chorro de agua caliente, así como la costumbre de purificar los cadáveres antes de su enterramiento, habían sido el foco mediante el cual, el virus se había diseminado.
            Enfurecidos por el mal hacer de las monjas, los científicos arremetieron duramente hacia ellas, apartándolas por completo de la investigación para parar a la enfermedad.

            “Reprochamos a las monjas el terrible error que habían cometido -relata enfadado Piot-, pero con el tiempo siento que fuimos demasiado delicados al escoger las palabras.”

            El virus, se transmitía por sangre, y otros fluidos corporales, tales como vómitos y excrementos. Por ello se extremaron las precauciones mientras se tomaban muestras.
            Una noche, según cuenta Piot, empezó a encontrarse mal. Cuando al cabo de los días empezó a desarrollar parte de los síntomas del terrible mal que asolaba Yambuku, el joven, no tuvo duda, iba a morir. Se aisló de como el que se cree muerto en vida.

            “Pensé: ¡Maldita sea, se acabó! Pero traté de mantener la calma; sabía que los síntomas podían ser de algo diferente e inofensivo…”

            Sufría terribles pesadillas, pero, la muerte, le fue esquiva.

            “En realidad, esto es lo mejor que puede pasar: mirar a la muerte a los ojos y sobrevivir. Cambió mi forma de ver la vida en ese momento.
           



            Por otra parte, un grupo de científicos americanos, salieron de expedición por la selva en busca del reservorio animal del virus. Sin embargo, por más análisis que se hicieron a los diferentes animales, no se encontró rastro del virus en alguno de ellos. El misterio, seguiría hasta nuestros días, donde poco a poco se ha empezado a dar caza del reservorio animal desde donde el virus salta de una especie a otra hasta llegar a los seres humanos por medio de un término conocido como zoonosis.
           
            Tras las pesquisas de Piot y su equipo, se concluye que el radio de afectados se sitúa en 70 km alrededor de Yambuku. Se concluye poner una estricta cuarentena hasta zanjar el brote. Gracias a las ayudas de estos científicos, y las medidas sanitarias que impusieron, logran contener el mal, levantando la situación de emergencia sanitaria el 16 de Diciembre de 1976.
            De los 318 casos contabilizados en Zaire aquel 1976, sólo 38, logran salvarse. El virus es tan letal que el 88% de la población que contrajo el virus, sucumbió ante él, aunque, dicho sea de paso, las precarias medidas de salud hasta antes de la llegada de los científicos hizo estragos en esta triste historia.
           
            Tres meses más tarde, el equipo de investigadores de Medicina Tropical de Amberes, Bélgica, compuesto por Stefaan Pattyn, Wim Jacob, Guido Van Der Groen, Peter Piot y Jacques Courteille, dan a conocer al mundo de manera oficial, el descubrimiento de un virus próximo al Marburg, pero que a diferencia de este, se diferencia por tener unas partículas virales con forma de filamentos.
            Meses más tarde, la revista británica The Lancet, publica un artículo firmado por los tres laboratorios donde habían sido enviados la sangre de la monja. En el por primera vez se habla con nombre propio del peligroso virus que causa una letal fiebre hemorrágica. Según cuenta Piot, antes de hacer público el descubrimiento, tras tomar unas cervezas con sus compañeros, habían decidido por unanimidad no llamar al virus como “Yambuku”, para no estigmatizar a los pobladores de por vida de dicha región de la ahora República Democrática del Congo. Fue entonces cuando se fijaron en un curioso mapa que colgaba de la pared, y como se supo con posterioridad, le darían el nombre del río más importante de la región. Sin embargo, el más destacado era sin dudas el río Congo. Pero el nombre ya había sido puesto para denominar a otra enfermedad, la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo. De este modo, toda la atención recayó sobre el “río negro”, significado que tiene en su lengua de origen Ébola.
            A pesar de que más tarde se descubriría que había otros pequeños ríos más cercanos al lugar de origen de la enfermedad, el virus, sería finalmente bautizado por  Karl Johnson, como Ébola, apadrinando el nombre del río que se sitúa a unos 100 kilómetros al norte de Yambuku.

            El virus había sido vencido… O no…

            En otoño de 1976, a cientos de kilómetros del lugar de origen del brote, el extraño mal reaparece, sin saber nadie como pudo recorrer tal distancia entre Zaire y Sudán, el nuevo brote iba llevarse consigo a 151 de los 284 contagiados. Es decir, con una mortandad del 53%. Lo más extraño si cabe fue cuando se analizaron las primeras muestras, se trataba de Ébola, sí, pero se trataba de una cepa diferente. ¿Cómo era posible esto? ¿Era casualidad que un virus largo tiempo olvidado en el mundo reapareciera en dos enclaves diferentes con características genéticas diferentes? Como demuestra la historia, así es. Quizás fuera un capricho más de la naturaleza por demostrar al hombre que por mucho que este haga, ella puede cambiarlo todo en pocos instantes…


            Continuará…

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