Gracias por estos 33 años

 

Al mirar hacia atrás, al trazar los hilos invisibles que han tejido mi vida, me invade una gratitud inmensa, una sensación difícil de contener, que surge de lo más profundo de mi ser. Es como un murmullo suave que se extiende, un suspiro que se despliega, un eco que recorre cada rincón de mi alma. Los años recorridos no son solo números; se trata de una sucesión de momentos entrelazados, cargados de lecciones, de pasiones, de despedidas, de abrazos, marcados por las personas que se cruzaron en mi camino. Y dentro de ese vasto círculo de seres que han tocado mi vida, está mi familia, esa raíz primordial que da sentido a mi existencia. Mi familia, la tierra fértil donde se han sembrado mis sueños, mis temores y mis esperanzas, siempre ha sido el pilar sobre el que he crecido. En ella, cada uno de sus miembros, con su propia esencia, ha dejado una huella indeleble que ha marcado mi ser.

Mis padres, los arquitectos de mi vida, han sido la guía constante, el refugio seguro cuando las tormentas de la vida parecían amenazar. Su generosidad y entrega han sido la fuerza que me ha impulsado a avanzar, el aliento que me permitió seguir cuando el mundo parecía más grande de lo que podía afrontar. Su presencia ha sido mi ancla, y en cada uno de sus gestos, por pequeños que fueran, he encontrado la esencia de lo que significa ser querido sin condiciones. Y mi hermano, mi compañero de vida, con quien he vivido recuerdos, risas y desafíos. Su complicidad ha sido mi refugio, su apoyo mi fortaleza, y su afecto la certeza de que, aunque la vida nos lleve por caminos distintos, siempre habrá un lazo irrompible que nos une.

Pero dentro de este círculo familiar, hay seres que han dejado una huella tan profunda, tan eterna, que se sienten más allá de lo tangible. Mis abuelos, los pilares invisibles de mi vida, los arquitectos de mis primeros recuerdos, siguen siendo faros que, aunque distantes, nunca se apagan. Tres de ellos ya han seguido su camino hacia otras tierras, han cruzado el umbral hacia lo desconocido, pero lo que dejaron en mí es eterno, como el aroma de una flor que, aunque marchita, nunca pierde su esencia. En sus ojos vi la sabiduría del tiempo, la fortaleza de quienes han recorrido muchas estaciones sin dejar de soñar, de reír y de vivir. Su presencia fue mi refugio, sus palabras el aliento que me animó a avanzar, y su afecto la fuerza que me enseñó a ser quien soy. En las tardes lentas y doradas, en los silencios cargados de complicidad, en los gestos sencillos de cariño, pude sentir la grandeza de vivir con plenitud. Aunque sus voces ya no resuenan en este mundo, sus risas siguen vibrando en los pasillos de mi corazón, y las historias que compartieron siguen guiándome, como una brújula que jamás pierde su rumbo.

Mi familia, en su totalidad, son un conjunto de personas únicas, cada uno aportando su propia esencia, su propia chispa. Y aunque algunos ya no están físicamente entre nosotros, la verdad es que nunca se han ido. Sus huellas están grabadas en mis recuerdos, tatuadas en mi alma, como marcas de un cariño que nunca se desvanece. Cada uno de ellos, con sus virtudes y defectos, con sus risas y lágrimas, son las raíces que sostienen mi ser, el agua que alimenta mis sueños, el aire que respiro cada día. Mi vida está tejida con los hilos invisibles de su afecto, y por cada uno de ellos, por todo lo que me han dado, siento una gratitud profunda, un suspiro que me recordará siempre quién soy y de dónde vengo.

Pero también están las amistades que se han desvanecido, como hojas llevadas por el viento. Algunos amigos se han perdido en las corrientes del tiempo, en las rutas que cada uno debe recorrer, en esos giros que la vida nos presenta sin aviso. A veces, las despedidas no son dolorosas, sino liberadoras, pero aunque la distancia haya borrado sus rostros y voces, no se apagan las huellas que dejaron, ni lo que compartimos. Las amistades perdidas son como espejos antiguos, que aunque rotos y sin reflejar más imágenes, siguen siendo parte de lo que somos. Son las grietas que, lejos de debilitarnos, nos enseñan a comprender mejor el todo, a apreciar la belleza que existe en las imperfecciones y efímero. En cada despedida, hay una lección que nos invita a crecer. Y en esas huellas, que parecen desvanecerse con el tiempo, persiste la memoria de lo que un día fuimos, de lo que un día compartimos.

Es curioso cómo esos caminos recorridos con otros, esos encuentros fugaces, dejan lecciones que perduran. Nos muestran que las almas no siempre están destinadas a permanecer unidas, pero lo que compartimos se convierte en una enseñanza que sigue viva en nuestro interior. En mi corazón hay espacio para todos. Cada uno, a su manera, ha dejado algo invaluable, una chispa que arde en mi interior cuando menos lo espero, un susurro que me recuerda que todo fue por algo, que todo fue una lección que contribuyó a la persona que soy ahora.

Esa invaluabilidad se encuentra en los instantes más sencillos, cuando el tiempo parece detenerse. No son los logros, ni las grandes aventuras, lo que nos da sentido; son las pequeñas cosas que compartimos con aquellos que realmente importan. Es en esas tardes de risas y palabras desordenadas, cuando todo lo demás se desvanece y solo importa la presencia de quienes están a nuestro lado. Bajo el resplandor de una lámpara o alrededor de un fuego, los amigos crean un espacio donde el alma respira. No hace falta decir mucho. A veces, una mirada basta para comprender todo, para sentir que el mundo, aunque caótico, se acomoda en la paz de esa conexión. Los silencios se llenan de entendimiento, las historias se convierten en recuerdos, y la complicidad se transforma en un lenguaje que solo nosotros sabemos hablar.

El verdadero sentido de la existencia no se encuentra en los caminos solitarios, sino en esos momentos compartidos, donde cada gesto, cada risa, cada historia contada, se convierte en una pieza de un rompecabezas que forma algo mucho más grande: una vida vivida plenamente, rodeada de personas que, con solo estar, nos enseñan lo que significa ser verdaderamente libres. Esas noches, esas horas suspendidas, nos recuerdan que no necesitamos mucho para ser completos. Solo el acto simple de estar presentes, de acompañarnos en la fragilidad de un instante que se convierte en eterno. Y cuando esos momentos se desvanecen, dejan en nosotros una huella imperecedera, algo que el tiempo no puede borrar. La amistad, en su forma más pura, es la magia que da sentido al Universo, la que convierte lo efímero en algo inmortal.

Y luego, en ese rincón más profundo de mi ser, siguen resonando las huellas de aquellas que llegaron y se quedaron por un tiempo, aquellas almas que dejaron una marca indeleble en mí, que me transformaron y me hicieron ver la vida con otros ojos. Su presencia sigue viva en cada uno de mis gestos, en mis pensamientos más íntimos, en las decisiones que tomo día a día. Con su energía única, me mostraron lo que significa entregarse sin reservas, sin temor a las sombras que puedan aparecer en el camino. Esos amores ardientes, esos que nos queman con su intensidad, que nos arrastran con su pasión y nos levantan con su fuerza, son los que marcan a fuego el alma, los que nos enseñan a entregar todo sin miedo.

Aunque los caminos se bifurquen, aunque el tiempo avance y todo a nuestro alrededor cambie, esa huella permanece como un eco que nunca se desvanece, como una llama que nunca se extingue. Porque lo que vivimos, lo que compartimos, queda marcado en el profundo tejido del espacio-tiempo. Las personas que amamos, aunque ya no estén físicamente a nuestro lado, siguen viviendo en nuestra memoria, en nuestro corazón, en cada paso que damos, en cada elección que tomamos. Y es en esa entrega donde se encuentra el mayor de los aprendizajes, el entendimiento profundo de que todo lo que damos se queda con nosotros, transformándonos y haciendo que la vida adquiera un significado más grande, más vasto, más misterioso.

Y todo esto, todo lo que es la vida, no es sino una danza cósmica, una melodía que fluye, que trasciende el tiempo y el espacio. Porque, en el fondo, todo lo que vivimos, todo lo que damos y recibimos, está interconectado, entrelazado en una red invisible que une nuestras almas, que nos hace más grandes, más completos. Cada gesto, cada palabra, cada abrazo, cada mirada, forma parte de un todo que va más allá de nuestra comprensión, pero que, de alguna forma, sentimos en lo más profundo de nuestro ser. Es una presencia constante, un susurro del Universo que nos recuerda que estamos conectados con todo y con todos, que somos parte de un vasto tejido de energía que no conoce fronteras. Somos una misma esencia, un mismo latido, una misma vibración, buscando su lugar en el infinito.

Al final, lo que importa, lo que verdaderamente trasciende, es lo que hemos dado, lo que hemos recibido, lo que hemos vivido juntos. Porque todo lo que hemos compartido, permanece allí, flotando en el universo, como estrellas que nunca dejan de brillar, como ecos que nunca dejan de resonar. La vida es un milagro, un viaje compartido, una historia infinita que se despliega ante nosotros, cada día, como una página en blanco que espera ser escrita. Y cada acción, cada palabra, cada encuentro, es una chispa que arde, una llama que ilumina el camino y deja huellas en el vasto mapa de la existencia. Porque al final, lo único que importa es lo que hemos dado sin reservas, lo que hemos recibido con gratitud, lo que nos ha transformado, lo que ha marcado el curso de nuestras vidas.

La vida, entonces, es ese entrelazamiento de experiencias y seres, una red invisible que sigue tejiéndose más allá de lo que podemos entender, desde el pasado más remoto hacia los confines de la eternidad. Y todo lo que hemos dado, todo lo que hemos vivido, todo lo que hemos compartido, permanece, reverberando en el universo, eterno y vivo, en la memoria de lo que somos, de lo que fuimos, y de lo que siempre seremos, porque, en definitiva, lo único que importa, y lo único que nos une trascendiendo el tejido del espacio-tiempo es el amor. Gracias por estos 33 años.



Comentarios

  1. Me encanta. Soy yo desde el inframundo alcohólico y cumplo la estadística. Valoro más lo que no tengo que lo que poseo

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